Luz de Luna. [LIBRE]

-¡Oh, Esta casi arriba!- Miraba Reine al cielo apoyada en el alfeizar de la ventana de su pequeña casita en el centro de la ciudad, en una de las muchas callejuelas apartadas donde podía oírse menos el estruendoso barullo del nuevo mundo, corrió lejos de la ventana y bajo las escaleras con una rapidez y seguridad impresionantes, como si hubiera estado toda la vida en aquella casa, como si hubiese hecho mil veces esas maniobras.

Tomó un suéter del perchero y se lo colocó mientras se calzaba unas botas de piel de altura hasta los tobillos, en mini falda a cuadros negros y blancos y con una camiseta sencilla y femenina, de chiffon con un gran lazo en la base del cuello color amarillo pálido; su espesa cabellera recogida en una larga cola de caballo alta, tomó sus llaves y su cartera, ajusto sus zapatos, cruzo la cuerda del bolso en su pecho y salió como todas las noches, a perseguir el ascenso de la luna llena y disfrutar su brillo cuando esté en su máxima altura.

Observó en dirección a la salida de la luna, siendo casi las 21:30hrs, sonrió con calidez y camino bajando la calle, con las manos hundidas en los bolsillos para cubrirse del frío nocturno, aspiraba por la nariz de vez en cuando para recobrar la sensibilidad, entre trotando y caminando bajo todas las calles llegando a la avenida principal, donde había aun movimiento de los ciudadanos, algunos cenando, otros con parejas, muchos disfrutando de la noche.

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-¡Buenas Noches, Señora Tsubaki!- Saludó Reine en el mostrador de una tienda de comida japonesa, descolgándose de todo lo que le estorbaba se puso un delantal y se fue a la cocina y empezó a lavar los platos sucios que allí habían, sacó la basura, limpió las mesas y mostradores saltando de aquí para allá y sirvió algunas ordenes, siempre sonriente y servicial, al terminar, se sentó detrás del mostrador y anoto en un libro sus quehaceres de esa noche, sabía que la anciana solo trabajaba allí por las noches, y que lo hacía porque tenía demasiados fantasmas con los que lidiar, en tiempos de guerra es normal ver a alguien solitario como la señora Tsubaki.

*Oh, hija mía. Estaba en la cocina preparando té, ¿Has terminado ya? Eres rápida, pero ya conozco tu tiempo record.* Reine escuchó a la anciana responder desde la puerta de la cocina mientras se acercaba, su voz era dulce y débil, pero siempre tenía un deje de nostalgia o añoranza, la anciana amablemente le dio dos palmaditas en la espalda a Reine con afecto, sonriéndole lo más dulce que su viejo rostro podía ofrecer. Reine la miro a la cara y le devolvió la sonrisa, radiante y hermosa.

-Estoy lista para partir, espero que esta vez sí cierre temprano y se vaya a casa a descansar.- Se levantó del mostrador y le tomo las manos a la anciana y la besó en cada mejilla a modo de bendición, la anciana respondió afectuosa y le hizo con una seña que esperara, se fue de nuevo a la cocina y mientras Reine se colgaba de nuevo sus pertenencias la vieja Tsubaki regresó con dos bandejas para llevar y un termo con té, le dio el paquete a Reine y le dijo que fuera con cuidado, y que viniera a visitarla pronto.

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Reine se despidió de ella con la mano y corrió al parque, mirando siempre el cielo, faltaban 30 minutos para la medianoche, miraba de vez en cuando al suelo para no tropezar, siempre sonriente y respondiendo el saludo de aquellos que la veían pasar. Llegó al parque con una exhalación y se fue a sentar en la banca de siempre, de madera fría y lisa con suficiente espacio para que durmiera alguien de su estatura, colocó las cosas junto a ella y se recostó en el espaldar, suspirando y observando la luna completamente redonda, prestándole completa atención, como si le hablara.

-¿Tu qué piensas sobre Tsubaki, eh, vieja Luna? ¿Crees que haya sufrido mucho? Debe ser por esa razón que tiene un corazón tan humilde… - Le hablaba a la Luna en voz alta como si fuera su máxima confidente, con su voz llena de afecto y nostalgia, sus manos se estiraban hacia la luna como si tratase de alcanzarla, y al mismo tiempo se tapaba a medias el brillo que lanzaba en sus azules ojos. Ya no había nadie en el parque, algún que otro vagabundo borracho, animales descansando y el sonido de las ranas croando. Y se quedó así, contemplando la luna, cuando sus brazos se entumecieron los bajó a su regazo, suspirando de vez en cuando, con su cabellera cayendo en el respaldo de la banca, como una cascada del color de los cerezos, y un pálido rostro iluminado por la luna.